El caballero listo y el caballero tonto


En tiempos antiguos reinaba el sabio Maximianus, y había en su reino dos caballeros, listo el uno, tonto el otro, que se querían mucho. El listo le dijo al tonto: 

—¿Te place hacer un pacto conmigo? Nos sería de gran utilidad. 

—Me parece muy bien —contestó aquél. 

A lo cual éste respondió: 

—Cada uno de nosotros hará fluir sangre de su brazo derecho; yo beberé tu sangre, y tú harás lo mismo con la mía, y así ninguno de nosotros abandonará al otro ni en la dicha ni en la desdicha, y la mitad de lo que gane el uno la recibirá el otro.

—Así me parece bien —replicó aquél. 

Acto seguido, tras habérsela extraído, bebieron ambos de su mutua sangre y convivieron desde entonces en una misma casa. Ahora bien: el rey había construido dos ciudades; una en la cima de una montaña, en la que todos los que allí llegaban encontraban ricos tesoros y podían permanecer en ella toda su vida. Pero llevaba a esa ciudad un camino estrecho y lleno de piedras, en el que había tres caballeros con un gran ejército, y todos los que pasaban por allí debían combatir contra aquéllos o perder todo junto con sus vidas. El rey también había puesto un senescal en aquella ciudad, que debía acoger sin excepción a todos los que allí arribaban y agasajarlos señorialmente de acuerdo con su rango. Pero montaña abajo, en el valle, había hecho construir otra ciudad a la que llevaba un camino llano y agradable en su andadura. A un lado del mismo había tres caballeros que recibían amistosamente a todos los pasantes y les servían al gusto de cada cual. En la propia ciudad también había puesto a un senescal, pero que debía meter en la cárcel a toda persona que llegara a la ciudad o a sus proximidades, y llevarla a su llegada ante el juez; éste no tendría contemplaciones para con nadie. Entonces el caballero listo le dijo a su compañero: 

—Amigo, recorramos el Mundo, como otros caballeros, y podremos adquirir muchos bienes de los que podamos vivir bien. 

—Estoy muy de acuerdo —replicó el otro. Ambos marcharon, pues, por una calle, hasta que llegaron a una bifurcación; habló entonces el sabio: —Amigo, como ves, hay aquí dos caminos: uno de ellos lleva a una ciudad fabulosa; si lo cogemos, llegaremos a aquélla, en la que obtendremos todo lo que pida nuestro corazón. Pero hay otro camino, que lleva a otra ciudad, construida en un valle: si vamos allí, nos encarcelarán, nos llevarán ante el juez y éste nos hará colgar en la horca. Por lo tanto aconsejo dejar de lado este camino e ir por el otro. —Amigo —contestó el tonto entonces—, hace tiempo que he oído hablar de estas dos ciudades: pero el camino que lleva a la ciudad situada en la montaña es estrecho y muy peligroso, y hay en él tres caballeros con un ejército, que asaltan, matan y saquean a todos los que por allí pasan; el otro camino es llano, y hay en el mismo tres caballeros que reciben a todos los caminantes amistosamente, y allí se encuentra todo lo necesario. Todo esto lo veo muy claramente, y por eso tengo más fe en mis ojos que en ti.

Entonces dijo el caballero listo: 

—Si bien uno de los caminos es difícil de andar, el otro, si se piensa en el final, es aún peor: pues nos lleva al oprobio eterno, y de allí nos arrastrarán a la horca. Ahora bien, tú temes ir por ese primer camino, por la lucha y por los salteadores de caminos. Pero eso es para ti una vergüenza eterna, pues eres un caballero y como tal te corresponde batirte con tus enemigos. Pero si por el contrario quisieras recorrer ese camino conmigo, te prometo por Dios que entraré en el combate delante de ti, y que por numerosos que sean los enemigos, pasarás ileso si me apoyas. 

—Amén —replicó el tonto—. Te digo que no quiero recorrer ese camino sino el otro. 
Dijo entonces el listo: 

—Como te he empeñado mi palabra y por juramento he bebido de tu sangre, no te dejaré solo sino que iré contigo. 

Ambos fueron, pues, por ese camino, y hallaron muchas cosas agradables y de acuerdo a sus deseos, hasta que llegaron a la posada de esos tres caballeros, que los recibieron con grandes honores y los hospedaron magníficamente. En el transcurso de cada refrigerio, el caballero necio le decía al sagaz: 

—Querido, ¿no te había predicho cuántos y cuán grandes deleites disfrutaríamos en este camino, a los que deberíamos haber renunciado en el otro? 

Pero aquél contestó: 

—Aún queda el rabo por desollar. 

Pasaron algún tiempo entre esos caballeros; pero cuando el senescal de esa ciudad se enteró de que había dos caballeros cerca de la ciudad y en contra de la prohibición del rey, envió a sus acólitos para que los prendieran y los llevaran a la ciudad. El senescal, después de verlos, hizo arrojar al tonto a un pozo, atado de pies y manos, mientras que al otro lo hizo encarcelar. Al llegar el juez a la ciudad, todos los malhechores de la misma fueron llevados ante él, y entre otros también estos dos caballeros. Entonces el listo le dijo al juez: 

—Señor, acuso a mi compañero de ser el causante de mi muerte. Le había predicho la ley de esta ciudad, así como sus peligros, y sin embargo no quiso confiar de ningún modo en mis palabras y calmarse con ellas y seguir mi consejo, sino que me contestó: «Confío más en mis ojos que en tus palabras.» Ahora bien, puesto que estamos unidos por palabra y por juramento en la suerte y en la desgracia, y yo lo veía ir solo por este camino, he cumplido mi promesa y también me he dirigido hacia aquí, y por eso ahora tiene la culpa de mi muerte. Por tanto te pido que tu veredicto sea justo. 

Entonces el caballero tonto le replicó al juez: 

—Este es justamente el causante de mi muerte, pues todo el mundo sabe que él es listo y que yo soy tonto por naturaleza. Pues bien, a consecuencia de su inteligencia no debería haberse sometido tan irreflexivamente a mi estupidez. Pero si al marchar yo solo por el camino, él no me hubiera seguido, yo habría vuelto al camino que él quería seguir y habría marchado con él a consecuencia de mi juramento. Por ende, siendo él listo y yo tonto, él es el causante de mi muerte. 

Dirigiéndose primero al listo, el juez les contestó: 

—Tú, listo, que cediste tan imprudentemente a su estupidez y lo seguiste, y tú, tonto, que no creíste en las palabras del listo, sino que llevaste a cabo tu propia estupidez, según mi veredicto habréis de ser llevados ambos a la horca. 

Y eso fue lo que ocurrió.

"Leyendas Medievales" (Hermann Hesse -1.925)


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