Catalina de Alejandría



El personaje histórico de Catalina de Alejandría ha sido envuelto en un halo legendario que arroja muchas dudas acerca de la veracidad de su historia. La historia de una virgen noble de Alejandría que, gracias a su cultura y erudición fue capaz de enfrentarse a grandes filósofos y al mismísimo emperador. 

Según la tradición, Catalina era una joven perteneciente a la nobleza de Alejandría. Cuna de grandes filósofos y eruditos, esta gran ciudad portuaria de Egipto vio crecer a Catalina. Su gran inteligencia fue cultivada gracias a su familia que le facilitó el acceso a los estudios principales de ciencias y letras. 

Convertida al cristianismo por una visión de Cristo en la que le prometió la consagración de su vida a Dios, aprovechó la visita del Emperador Maximiano a sus dominios meridionales para conseguir de él su conversión. La osadía de la joven cristiana le costaría el martirio. Incapaz de rebatir a Catalina en sus sabios argumentos, el emperador puso frente a ella un gran número de filósofos y sabios que intentaron convencerla del error de sus palabras. Lejos de conseguirlo, muchos de ellos fueron incluso convencidos por Catalina y convertidos de inmediato a la fe cristiana. 

Incapaz de vencer a la joven y viendo amenazado su prestigio y poder, el gran emperador no podía quedarse de brazos cruzados. Y como no pudo vencer con la palabra, lo quiso intentar con la fuerza. Maximiano se dispuso a iniciar el martirio de Catalina usando una rueda con pinchos que, sin embargo, al entrar en contacto con la joven cristiana, se rompió. Desesperado, Maximiano acabó con Catalina ordenando su ejecución. La joven mártir era decapitada. 

A los pies del Monte Sinaí se encuentra la tumba de Santa Catalina. Parece ser que unos monjes que vivían en el monasterio del monte sagrado, hallaron el cuerpo de la mártir en una gruta cercana. Creyendo que unos ángeles habían traído a la santa hasta ellos, la enterraron en su cenobio. 

Fue a partir de las Cruzadas que la historia de Santa Catalina de Alejandría se extendió por Europa y se iniciaron las peregrinaciones a su tumba. Desde entonces poetas narraron su martirio y miles de fieles se unieron a su devoción. 

A pesar de que no existen evidencias históricas de los hechos acaecidos a Santa Catalina de Alejandría, su relato supone una bonita historia que ensalza las virtudes de una mujer sabia que se enfrentó a los poderes terrenales en defensa de su Verdad. 

No se con certeza histórica del lugar y fecha de su nacimiento. La historia nos tiene velado el nombre de sus padres. Los datos de su muerte, según la "passio", son tardíos y están llenos de elementos poco constatables (espurios) . Por esto, algún historiador ha llegado a pensar que quizá esta santa nunca haya existido. Así, Catalina de Alejandría sería un personaje aleccionador salido de la literatura para ilustrar la vida de los cristianos y estimularles en su fidelidad a la fe. De todos modos es seguro que la fantasía ha rellenado los huecos en el curso del tiempo. 

Se la presenta como una joven de extremada belleza y aún mayor inteligencia. Perteneciente a una familia noble. Residente en Alejandría. Versada en los conocimientos filosóficos de la época y buscadora incansable de la verdad. 

Sea lo que fuere en cuanto se refiere a la historia comprobable, lo cierto es que la figura de nuestra santa lleva en sí la impronta de lo recto y sublime que es dar la vida por la Verdad que con toda fortaleza se busca y una vez encontrada se posee firmemente hasta la muerte. 

Es patrona de la elocuencia, los filósofos, los predicadores, las solteras, las hilanderas y los estudiantes. 

Algunos textos nos hablan que en su natural Alejandría empleó los primeros años de su vida en el estudio de las letras sagradas y profanas y como estaba dotada de excelente ingenio, llegó a ser un prodigio de sabiduría. Sucedió que Maximino II, natural de Dacia, y sobrino de Maximiano Galerio, yerno de Diocleciano, entró a repartir el imperio con Constantino el Grande y con Licinio; y como el Egipto pertenecía á su jurisdicción, era su más ordinaria residencia la ciudad de Alejandría, capital de aquella provincia. Era Maximino príncipe cruel, no menos heredero de Diocleciano y de Galerio en el odio implacable contra los cristianos que en la corona imperial. Publicó un edicto en estos términos: 

“A todos los que viven debajo de nuestro imperio, salud. Habiendo recibido de la clemencia de los dioses un señalado beneficio, hemos resuelto ofrecerles sacrificios en manifestación de nuestro agradecimiento. Por tanto, os exhortamos a que todos concurráis cerca de nuestra persona para mostrar por vuestra parte el celo que tenéis por nuestros adorables dioses. En lo demás, si alguno menospreciare nuestro edicto, o siguiere otra religión, además de que irritará contra sí la cólera de los dioses, será rigurosamente castigado”. 

Acudieron de todas partes por obedecer al Emperador. Estaba el aire obscurecido con el humo de las víctimas pero, mientras se ofrecían sacrificios a los demonios, se aplicaba Santa Catalina en sostener la confianza de los cristianos, haciéndolos demostración de que los oráculos del gentilismo eran puras ilusiones, y los que se llaman dioses habían sido hombres mortales, que se hicieron famosos por sus disoluciones y, en fin, que no se podía obedecer el edicto del Emperador sin hacerse reos de las penas eternas con que los castigaría Dios, Criador del Cielo y de la Tierra, único Señor que merecía ser adorado. Después de haber confirmado así á los cristianos, determinó presentarse al mismo Emperador para hacerle visible su impiedad, escogiendo para eso aquel tiempo mismo en que estaba sacrificando a los dioses del imperio. Pidió, pues, que la permitiesen hablarle y como estaba dotada de una presencia majestuosa, igualmente que de una rara hermosura, sin dificultad fue admitida a la audiencia. Dijo, pues, al Emperador, con una resolución que solamente la fe podía inspirar y sostener, que por sí solo debiera haber ya reconocido que aquella multitud de dioses que adoraba era otra tanta multitud de errores que seguía, pues la misma razón natural estaba demostrando que no podía haber más que un supremo soberano Ser, único y primer principio de todas las cosas. Pero, ya que su misma razón no le había descubierto una verdad tan patente, debía por lo menos rendirse al testimonio de sus más sabios doctores; los cuales distinta y claramente enseñaban que no había ni podía haber más que un solo Dios, descubriendo el origen de la multitud de sus dioses. 

Para eso citó a Diodoro Sículo, á Plutarco y algunos otros, añadiendo le parecía muy extraño que un emperador, que por su autoridad y por su carácter debiera desviar los pueblos del supersticioso culto de mentidas deidades, los provocase a ello con su ejemplo. Por tanto, le suplicaba que se dignase poner fin a aquel desorden, rindiendo al verdadero Dios el supremo culto de adoración que se le debe, si no quería exponerse a que, cansado de tolerar tanto sacrilegio, le hiciese al fin conocer que era el soberano Dueño del Universo, quitándole con el imperio la vida. No es fácil explicar lo sorprendido que quedó el Emperador á vista de aquel no esperado discurso; pero, por no dar a entender que le había hecho fuerza, solamente la respondió que no interrumpiría el sacrificio por sus representaciones, y que, en acabándole, la oiría á su satisfacción. Luego que el Emperador volvió a Palacio, mandó llamar a Catalina, y la preguntó quién era y quién la había dado licencia para hablarle con tanta libertad en un concurso tan público, tan majestuoso y tan respetable. Quién soy yo? le respondió, es bien sabido en toda la ciudad de Alejandría: me llamo Catalina, y mi casa es de las más ilustres del país. Me he dedicado toda la vida al conocimiento de la verdad: cuanto más estudiaba, más iba descubriendo la vanidad de los ídolos que adoras. Mi gloria y mis riquezas consisten en ser cristiana y esposa de Jesucristo. Todo mi deseo es que tú y tu imperio le conozca, renunciando las supersticiones en que os habéis criado; esto me dio aliento para presentarme en él templo, sin otro fin que él de hacerte una representación tan humilde como importante y verdadera. No considerándose el Emperador con suficiente caudal para contestar a la doncella filósofa, mandó convocar cincuenta filósofos de los más nombrados, con orden de que se hospedasen en Palacio, donde se les trató con la mayor honra, como que eran los maestros del mundo. Aún no habían llegado los diputados del Emperador adonde se hallaba Catalina para conducirla al teatro de la disputa, cuando se la apareció un Ángel, y la dijo que no temiese, asegurándola que el Señor la comunicaría tanta abundancia de luz, que convertiría a los cincuenta filósofos con otros muchos de los circunstantes, haciéndolos conocer a Jesucristo, y que por fin de su glorioso triunfo recibiría la palma del martirio. Dicho esto desapareció el Ángel, y ella entró en el salón del palacio con majestuoso semblante, pero con tan grave modestia y compostura, que, poniendo en ella los ojos una inmensa multitud de personas, ella no levantó los suyos para mirar a ninguno. 

Diéronla asiento en medio de los filósofos, con bastante inmediación al trono del Emperador, que no quería perderla ni una sola palabra. Uno de los filósofos se empeñó desde luego en persuadirla á, que debía tributar reverentes cultos al Sol, bajo el título de Apolo, esforzándose a probar que por su sola hermosura merecía ser adorado, aun cuando, por otra parte, no produjese tan ventajosas utilidades, al mundo; porque él regla las estaciones del año; él fertiliza los campos con las mieses; él produce los metales en las entrañas de la tierra; él pinta las flores con variedad tan hermosa de matices; él las comunica aquella suavísima fragancia de olores exquisitos; y él, en fin, con su calor y con su influjo infunde espíritu vital en todo cuanta le tiene. De donde concluyó que no se le podían disputar los honores de divino, puesto que por su virtud sustentaba toda la Naturaleza. Parecióle á Maximino tan concluyente este argumento, que dio a Catalina por invenciblemente convencida. Pero quedó extrañamente sorprendido cuando oyó la prodigiosa facilidad con que se desembarazó de todo. En primer lugar, citó el testimonio del mismo Apolo, para probar la divinidad de Jesucristo; después hizo demostración de que, si el Sol es el más hermoso de todos los astros, toda la luz con que brilla se la debe a la magnificencia de Dios, probando que está sujeto á su divino poder, pues cuando Jesucristo expiró en una cruz, por la salvación de los hombres, el Sol, por decirlo así, se vio precisado a mostrar su sentimiento, mudando de color, y a la mitad del día, cubriendo de tinieblas toda la tierra. En fin, dijo cosas tan convincentes y tan claras, que el filósofo quedó enteramente persuadido. Hizo señal el Emperador a los demás para que salieran a la disputa, pero todos se excusaron, diciendo que todos se daban por vencidos en la persona del que reconocían como por su jefe y maestro. Confesaron que no había más que un solo Dios verdadero, y que todos estaban prontos a rubricar con su sangre esta verdad, añadiendo el título de mártires a la profesión de 5 cristianos. ¡Oh portentoso triunfo de la gracia, y cuánta verdad es que Dios escogió las cosas más flacas para confundir á las más fuertes! Llamó Maximino á su cólera y á su furor por auxiliares para defender la causa de sus dioses , y la defendió condenando á muerte á los que la habían abandonado: recurso feliz, que fue causa del más glorioso triunfo. Pasando aquellos sabios de filósofos á cristianos, sufrieron el martirio con invencible constancia. 

Convirtió después el Emperador toda su rabia contra Catalina, y la hizo atormentar cruelmente; pero todo lo sufrio con invicta fortaleza la generosa amante de Jesucristo, conquistando para Él muchas almas, aun dentro de la misma cárcel. La emperatriz Porfirio, coronel de la primera legión, y otros doscientos soldados, confesaron á Jesucristo, y confirmaron con su sangre esta gloriosa confesión. Catalina fue condenada por Maximino, y la espada homicida abatió aquella virginal cabeza que había rehusado la corona del imperio romano, corriendo leche de la herida, en lugar de sangre, para mostrar la pureza y la inocencia de la noble víctima. Bajaron Ángeles del cielo como testigos de su combate, y para honrar su muerte la enterraron en la cima del monte Sinaí, cantando alabanzas a Dios.


Santa Catalina Óleo sobre tabla, 1510. Fernando Yáñez de la Almedina. Museo del Prado (Madrid)

Yáñez representa a la mártir ricamente vestida como símbolo de su noble cuna, pisando la rueda y sosteniendo la espada de su martirio. Sobre el murete del fondo, la corona alude a su estirpe real, el libro recuerda la sabiduría con la que pudo defender su fe y convertir con elocuencia a todos los filósofos y eruditos que el Emperador mandó para que apostatara y, la palma que descansa sobre el volumen, simboliza su martirio.
De procedencia desconocida, esta obra pudo ser la tabla central de un retablo, dadas sus dimensiones alargadas y la composición, que muestra a la santa exclusivamente acompañada por sus atributos. Es una pieza excepcional de la pintura española del Renacimiento, de gran rigor geométrico y técnica delicada y suave.

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