Marcados por el estigma de Cain



Vinieron los años en los que volví a descubrir que en mi interior latía un instinto que en el mundo permitido y diáfano había que disimular y ocultar. Como a todo ser humano, también a mí me asaltó el lento despertar del sentimiento del sexo, como un enemigo destructor, como la tentación, lo prohibido y el pecado. Lo que mi curiosidad buscaba, lo que suscitaba sueños, placer y miedo -el gran misterio de la pubertad- no encajaba en absoluto dentro de la felicidad mimada de mi paz infantil. Yo hice como todos. Llevé la doble vida del niño que ya no es un niño. Mi conciencia habitaba en el mundo familiar y permitido; mi conciencia negaba el nuevo mundo que surgía. Pero al margen de aquél, yo vivía en sueños, instintos y deseos subconscientes sobre los que construía puentes la conciencia, cada vez más atemorizada porque el mundo infantil se desmoronaba. Como casi todos los padres, tampoco los míos colaboraron en el despertar de los instintos vitales, de los que nunca se hablaba. Sólo colaboraban con un cuidado infatigable en mis esfuerzos desesperados por negar la realidad y seguir viviendo en un mundo infantil, que cada día era más irreal y más falso. No sé si los padres pueden hacer mucho en estos casos, y no hago a los míos ningún reproche. Acabar con mi problema y encontrar mi camino era sólo cosa mía; y yo no actué bien, como la mayoría de los bien educados. 
Todos los hombres pasan por estas dificultades. Para el hombre medio es éste el punto en que las exigencias de su propia vida entran en colisión dramática con las circunstancias, el punto en que tiene que luchar más duramente por alcanzar el camino que conduce hacia adelante. Muchos viven tal morir y renacer, que es nuestro destino, sólo en ese momento de su vida en que el mundo infantil se resquebraja y se derrumba lentamente, cuando todo lo que amamos nos abandona y, de pronto, sentimos la soledad y la frialdad mortal del universo que nos rodea. Muchos se estrellan para siempre en este escollo y permanecen toda su vida apegados dolorosamente a un pasado irrecuperable, al sueño del paraíso perdido, que es el peor y más nefasto de todos los sueños





Nosotros, los marcados, parecíamos con razón extraños, incluso locos y peligrosos. Habíamos despertado, o estábamos despertando, y nuestro empeño estaba dirigido a una mayor conciencia; mientras que el empeño y la búsqueda de los demás iba a subordinar, cada vez con más fuerza, sus opiniones, ideales y deberes, su vida y su felicidad, a los del rebaño. También entre aquellos había empeño, y fuerza y grandeza. Pero mientras nosotros, los marcados, creíamos representar la voluntad de la naturaleza hacia lo nuevo, individual y futuro, los demás vivían en una voluntad de permanencia. Para ellos la humanidad -a la que querían con la misma fuerza que nosotros- era algo acabado que había que conservar y proteger. Para nosotros, en cambio, la humanidad era un futuro lejano hacia el que todos nos movíamos, cuya imagen nadie conocía, cuyas leyes no estaban escritas en ninguna parte. 




La solidaridad -dijo Demian es algo hermoso. Pero lo que vemos florecer por ahí no es solidaridad. Volverá a renacer del conocimiento del individuo por los individuos y durante algún tiempo transformará el mundo. La que hoy existe no es más que espíritu gregario. Los hombres se unen porque tienen miedo los unos de los otros; los señores se asocian, los trabajadores se asocian, los sabios se asocian. ¿Y por qué tienen miedo? Sólo se tiene miedo cuando se está en disensión consigo mismo. Tienen miedo porque nunca se han reconocido a sí mismos. ¡Una sociedad de hombres que tienen miedo de lo desconocido que anida en ellos! Todos se percatan de que sus leyes de vida no funcionan ya, de que viven según los viejos códigos y que ni su religión ni su moral corresponden a lo que necesitamos. Durante cien años y más, Europa no ha hecho más que estudiar y construir fábricas. Todos saben con exactitud cuántos gramos de pólvora se necesitan para matar a un hombre; pero no saben cómo se reza a Dios, no saben siquiera cómo se pasa un rato divertido. ¡Mira las tabernas de los estudiantes! O un lugar de diversión donde se reúne gente rica. ¡Desesperante! Querido Sinclair, de esto no puede salir nada alegre. Los hombres que se apiñan acobardados están llenos de miedo y de maldad; ninguno se fía del otro. Son fieles a unos ideales que han dejado de serlo y apedrean a todo el que crea otros nuevos.








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