Le perdemos


Le perdemos...
¡No!... me invadió una sensación de resistencia, con o sin dolor, no quería morir, imaginaba a mis seres queridos llorándome. Pero a pesar de mi lucha, una fuerza me arrastraba sin parar hacia arriba, dejándome entumecido, borrándome milímetro a milímetro de la existencia. No tenía poder para pararlo. Y al darme cuenta de esto, algo extraño pasó. Aunque no quería morir, de pronto una paz me invadió.
Le perdemos..
Esa extraña energía subió por el esternón, llegando con su extallido hasta la  cabeza.
Y entonces comencé a elevarme...

El viaje
No, no era mi cuerpo el que se elevaba por el aire. Era lo que siempre presumí como alma. Me estaban ascendiendo, gravitando a propósito hacia algo.
No miré hacia atrás. Sin ser consciente de lo que la rodeaba físicamente, sabía que ya había dejado atrás la uvi móvil y las voces de los paramédicos. Seguía ascendiendo, moviéndome hacia arriba. Y, aunque no tenía ningún conocimiento consciente de vida después de la muerte, desde hacía tiempo algún conocimiento espiritual había adquirido, ni siquiera importaba. No se requiere un conocimiento espiritual para reconocer cuándo tu esencia fundamental deja tu cuerpo y empieza a ascender. Sólo puede haber una explicación para eso.
La última cosa de la que me di cuenta en la camilla de la uvi móvil, es que estaba dejando atrás todo aquello que me era familiar, pero que ya no me importaba. Al principio esto me sorprendió. Tan pronto como dejé de luchar, empecé el viaje. Lo que primero percibí fue una sensación de paz general, tranquilidad y ausencia de responsabilidades mundanas. Ninguna de las preocupaciones cotidianas me retenían. No había que cumplir horarios, ni que acometer tareas terrenales, no había que cumplir expectaciones, ni establecer límites, ni miedos a lo desconocido. Uno a uno se iban derritiendo... y qué alivio se sentía. Qué gran alivio. Mientras esto sucedía, un sentimiento de ligereza se apoderaba de mi, dándome cuenta de que estaba flotando. Me sentía tan ligero, con la desaparición de las responsabilidades mundanas, que me  elevé a un nivel más alto aún, solo deteniéndome para absorber todo tipo de conocimientos
Me elevé a través de una sucesión de niveles distintos, no recuerdo un «túnel» exactamente, como han relatado otros que han tenido experiencias similares.  Mi recuerdo es avanzar por un camino arbolado, donde encontré a «otros». Eran algo más que «personas». Eran «seres», «espíritus», «almas» cuyo tiempo en la Tierra ya había terminado. Estas «almas» hablaban conmigo, aunque hablar no es la palabra más exacta. La comunicación no era verbal, era más bien como una transferencia de pensamiento que no dejaba lugar a dudas de lo que se estaba comunicando. Allí no existía la duda.
Aprendí que el lenguaje verbal, tal y como lo conocemos, más que una ayuda es una barrera para la comunicación. Es uno de los obstáculos que se nos pone como parte de la experiencia de aprendizaje aquí en la Tierra. También forma parte de lo que nos mantiene en el ámbito limitado de comprensión en el cual debemos funcionar para poder adquirir maestría en nuestras otras lecciones.
Me di cuenta de que el alma de una persona es la única cosa que sobrevive o importa. Las almas exhiben su naturaleza claramente. No había ni caras, ni cuerpos, ni nada detrás de lo que esconderse, y a pesar de esto reconocía a cada uno por lo que eran exactamente. Su fachada física ya no era parte de ellos. Se quedaba atrás como el recuerdo del papel que una vez jugaron en las vidas de sus seres queridos, para ser preservados en la memoria de su existencia. Este testamento de la verdad de su ser físico anterior es todo lo que queda aquí en la Tierra. Su esencia verdadera había trascendido.

Aprendí que nuestra apariencia externa y gestos físicos importan muy poco, y lo superficial que resulta nuestro apego a ellos. La lección que aprendí en ese nivel es que no se debe juzgar a la gente por su apariencia ya sea de raza o color, ni por su credo o nivel de educación, sino que debemos descubrir quiénes son en realidad, ver lo que hay dentro, ir más allá del exterior y contemplar su identidad verdadera. Y, aunque ésta era una lección que ya sabía, de alguna forma la iluminación que adquirió allí era infinitamente más compleja, infinitamente más amplia.
Resultaba imposible juzgar cuánto tiempo había pasado, sabía que llevaba lo suficiente como para subir por todos los niveles. También sabía que cada nivel enseñaba una lección.
El primer nivel era el de las almas que estaban ligadas a la Tierra, aquellas que todavía no están listas para partir. Aquellas que tenían dificultad para separarse de lo familiar. Por lo general son espíritus que sienten que han dejado asignaturas pendientes. Permanecen en este primer nivel hasta que se sienten capaces para liberarse de sus ataduras terrenales. O, pueden haber tenido una muerte repentina y violenta que no les dio tiempo a percatarse de que habían muerto, así como del proceso que tendrían que seguir para continuar con el camino de la ascensión. De cualquier forma, siguen sintiendo lazos fuertes con los vivos y simplemente todavía no están listos para irse. Hasta que se den cuenta de que ya no pueden funcionar en ese plano, que ya no pertenecen aquí y que ya no están en esta dimensión, permanecerán en el primer nivel, el más cercano a su vida anterior.
Apenas recuerdo mi tránsito por el segundo nivel, aunque se de su existencia mis recuerdos son muy vagos. De lo que si tengo plena consciencia es de mi ascensión al tercer nivel, recuerdo haber experimentado un sentimiento fuerte. Sentí tristeza cuando me di cuenta que este era el nivel de los que se habían suicidado. Estas almas ahora estaban detenidas. Parecían haber sido aisladas, y no se movían ni para arriba ni para abajo. No llevaban dirección alguna. Su presencia carecía de rumbo. ¿Se les permitiría ascender en algún momento para poder completar su lección y evolucionar en su desarrollo? No podía entender que no pudieran. Quizá sólo les estaba llevando más tiempo, pero esto, sentí, era pura especulación. No fuí capaz de traer ninguna respuesta. En cualquier caso, estas almas no tenían descanso, y la experiencia de este nivel fue muy desagradable, no sólo para los que tenían que estar allí, sino también para los que pasaban por ahí. La lección de este tercer nivel era indeleble y clara: Suicidarte interrumpe el proyecto divino.
Hubo otras lecciones que pude traer de vuelta. Se me enseñó la inutilidad de llorar por los que han muerto. Si hubiera algún pesar que experimentaran los espíritus que han muerto, sería el del dolor que sufren los que se quedan. Desearían que nos regocijáramos por su muerte, que «les acompañáramos con música a casa», porque cuando morimos, estamos en donde deseamos estar. Nuestra aflicción es por nuestra pérdida, por el hueco que deja esa persona en nuestras vidas. Su existencia, ya fuera una experiencia agradable o desagradable, fue parte de nuestro proceso de aprendizaje. Cuando mueren, perdemos esa «fuente». Con suerte, habremos aprendido lo que teníamos que aprender, o finalmente deberíamos ser capaces de hacerlo, a través de la reflexión sobre la influencia de su vida en la nuestra. Supe que el paso del tiempo desde que dejamos el cielo para el transcurso de nuestra vida aquí en la Tierra, hasta nuestro regreso es tan solo un chasquido de los dedos para nuestra conciencia eterna, y que estaremos juntos «momentáneamente». Es entonces cuando nos damos cuenta de que así es como tenía que ser.
Se me demostró que, a pesar de lo terrible e injustas que sean las cosas que le pasan a la gente en la Tierra, no es culpa de Dios. Cuando se mata niños inocentes, o mueren personas buenas después de una enfermedad prolongada, o se daña a alguien, no tiene nada que ver con culpa o falta. Son nuestras lecciones para aprender (las que están en nuestro proyecto divino) y hemos acordado llevarlas a cabo. Son lecciones para nuestra evolución, tanto para los que las infligen como para los que las padecen.


Aprendí que la guerra es un estado temporal de barbarismo, una forma ignorante e inepta de solucionar las diferencias, y en algún momento, dejará de existir. Nuestras almas encuentran la adicción de la humanidad a la guerra no sólo primitiva, sino ridícula: enviar a hombres jóvenes a luchar en batallas de hombres viejos para adquirir tierras. Llegará el día en que la humanidad verá ese viejo concepto del pasado y se preguntará: ¿Cuándo habrá almas lo suficientemente evolucionadas con una gran inteligencia para resolver problemas?, se terminarán las guerras para siempre.

Descubrí por qué la gente que, para todos los pareceres, habían hecho cosas «horribles» en la vida, se les recibía allí sin juicio. Sus acciones se volvieron lecciones de las que tenían que aprender, y que les harían seres más perfectos. Tenían que desarrollarse a partir del nivel de sus elecciones. Por supuesto, tendrían que volver a la Tierra una y otra vez hasta que absorbieran el conocimiento derivado de las consecuencias trascendentales de su comportamiento. Tendrían que ir de un ciclo de nacimiento a otro hasta que consiguieran evolucionar y finalmente regresar a Casa.

Cuando las lecciones estuvieron completas, ascendí al nivel más alto.
Una vez allí, dejé de subir y empecé a deslizarme sin esfuerzo hacia delante, y hacia delante, atraído firmemente y a propósito por algún tipo de fuerza. Los colores y las formas más hermosas pasaban a cada lado. Eran como paisajes, excepto que... no había tierra. De alguna forma supe que eran flores y árboles, aunque no se parecían a nada de la Tierra. Estos matices y formas indescriptibles que no existían en el mundo que había dejado atrás, me llenaban. Poco a poco, me di cuenta de que pasaba rozando una especie de camino, un sendero en el que se alineaban a cada lado almas familiares: amigos, parientes y gente que había conocido en otras vidas. Habían venido a recibirme, a guiarme y a hacerme saber que todo estaba bien. Fue un sentimiento indescriptible de paz y felicidad, de asombro En el extremo del camino, vi una luz. Era como el sol, tan brillante que tenía miedo que quemara los ojos. Pero su belleza era deslumbrante. No podía apartar la vista. Para mi sorpresa, aunque me iba acercando, no me dolían los ojos. El brillo exquisito de la luz parecía familiar, y en cierta forma confortable. Me encontré rodeado por su corona y supe que la luz era mucho más que un simple resplandor: era el núcleo del Ser Supremo. Había alcanzado el nivel de la Luz de todo-conocimiento, todo tiempo, toda aceptación y todo amor.
Supe que estaba en Casa. Éste era mi sitio. Éste era mi origen.
La Luz se comunicó sin palabras. Con uno o dos pensamientos no verbales, transmitió suficiente información para llenar volúmenes. Expuso mi vida (esta vida) frente a mi en fotografías. Era maravilloso verlo; casi todo lo que había dicho o hecho se presentaba ante mis ojos. De hecho podía sentir el dolor o la felicidad que había dado a otros. A través de este proceso, estaba recibiendo sus lecciones, sin ningún juicio. Pero, aunque no había juicio, sabía que era una buena vida.
Después de un rato, se me hizo saber que me iban a enviar de regreso. Pero no quería ir. Qué chistoso, a pesar de toda la lucha que había opuesto a morirme, ahora ya no quería irme de aquí. Estaba muy en paz, instalado en mi nuevo ambiente, mi nuevo entendimiento, mis viejos amigos. Quería quedarme para la eternidad.
Pero me hicieron entender que no había terminado todavía mi misión en la Tierra: tenía que regresar para cuidar de ciertas personas. Parte de la razón de que se le hubiera traído aquí era para que adquiriera una percepción especial para hacer precisamente eso.
De repente, sentí que me sacaban fuera del corazón de la Luz y me devolvían al sendero por el que acababa de viajar. Pero ahora iba en la dirección opuesta, y sabía que estaba regresando a su vida en la Tierra. Dejar las almas familiares, los colores, las formas, y la Luz misma me hacía sentir un anhelo y una tristeza profundas.
Al retirarse de la Luz, la sabiduría adquirida empezó a evaporarse. Sabía que me habían programado para olvidar, no debía recordar. Traté desesperadamente de aferrarme a lo que quedaba, sabiendo que decididamente esto no era un sueño. Luché por aferrarme a los recuerdos y a las impresiones, muchas de las cuales ya se habían ido, y sentí una pérdida terrible. Sin embargo, percibí gran paz interior, ahora inculcada con el conocimiento de que cuando fuera el momento de regresar a Casa, sería recibido con amor. Esto supe que sí lo recordaría.
Unos chasquidos eléctricos, una fuerza similar a la inercia me devolvía a mi cuerpo, percibí las descargas del desfibrilador y me incorporé lanzando un grito de angustia,-- ¡dejadme en paz, dejadme en paz!--, para caer en un profundo y reparador sueño del que saldría en la cama de un hospital.
Soy afortunado: gozo la conciencia de saber quien soy en realidad, experimento mucha ternura y deseo cumplir con la misión de amar, cuidar y guiar a esas personas.






Tengo la certeza de que nunca más tendré miedo a la muerte.

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